Artículo de Joan Bou (Coordinador de AVSA Xàtiva) publicado en el último número -el 136- de la revista cuatrimestral ACONTECIMIENTO, del Instituto Emmanuel Mounier, con el título «Aún en la pandemia, los estamos dejando atrás» referente a la situación del colectivo inmigrante pobre en las actuales circunstancias. (Tercer cuatrimestre-20)

Estaba a punto de enviar al director de la revista el artículo que me pidió un buen amigo, cuando lle- gó la terrible noticia del incendio total del campa- mento de refugiados de Lesbos con sus trágicas consecuencias. Hambre, sed, frio, dolor, miedo, angustia, desesperación… Una vez más me acongojaron senti- mientos de vergüenza, compasión e impotencia, no sabría decir en que dosis, que rápidamente se mezclaron con otros —¿más fuertes?— de indignación, al escuchar la noticia que le siguió en la voz del locutor de turno: la comisaria europea correspondiente ya había declarado que se iban a tomar de inmediato las medidas necesa- rias para atender a los y las 400 menores no acompañados, que se estimaba había entre las cerca de 13.000 personas afectadas; hacinadas en un «campamento» previsto para 2.500, mientras esperan —semanas, meses, años…— ser atendidas en su derecho a pedir asilo o refugio como víctimas de unas políticas sometidas a intereses económicos y geoestratégicos inconfesa- bles, pero de sobra conocidos. El «sistema», tan inteligente como perverso e inhumano en el que vivimos, sabe muy bien cómo jugar la carta de la información y manejar a sus profesionales asalariados: «¡Tranquilos!, que nadie se preocupe, dejadnos seguir haciendo, que nosotros lo arreglaremos…». Y seguimos todos, más o menos, asumiendo nuestro papel en la farsa.

Obviamente el artículo se fue a la papelera: ante tanto cinismo y tanto dolor, ¿Qué puedo decir yo a estas alturas?… Y más con el telón de fondo del COVID-19, con todo lo que está comportando… especialmente para éstas y tantas personas como ellas, forzadas a salir su tierra… Pero ¿cómo rehuir tampoco la oportunidad de intentar darles un poco de voz a aquellos de quienes no queremos oír su grito?…

Hace ahora 5 años de la trágica muerte en el mar del pequeño Aylan. Todas las emisoras nos ahogaron aquellos días con imágenes, reportajes y declaraciones rimbombantes con las que engordaron su negocio y nuestro sentimentalismo; muy pocas, una vez más, hablaron de sus causas y responsables. Desde entonces se calcula que otros 700 niños y niñas se han ahogado en el Mediterráneo huyendo de su desgracia, que debería ser la de todos. Save the Children calcula en 210.000 las niñas y niños que en este tiempo se han visto empujados a dejar sus países arriesgándose a sufrir tragedias parecidas. Alguien ha decidido que ya no son «noticia»; ni la noticia sirve para mucho más que para provocarnos una leve sacudida durante breves instantes. Los dramas de más 80 millones de personas los he- mos convertido en mera estadística o en munición pa- ra la pelea política… ¿Para que más datos, tantas veces repetidos, y olvidados?…

La inmensa tragedia (…y culpa) de nuestra generación es que, siendo la primera en disponer de los saberes, leyes, organismos, conocimientos, recursos materiales y tecnológicos, de todos los medios, en fin, necesarios y más que suficientes para que la Humanidad entera pueda vivir con la dignidad y los derechos que, formalmente, decimos reconocer a todas las personas, permitimos que persistan –y aún se agraven– los terribles sufrimientos de millones y millones de mujeres y hombres que no han cometido más delito que el de no haber sabido escoger bien el lugar en el que nacieron…

Y entre ellos, a cuantos tienen que huir de guerras intencionadamente provocadas por los intereses eco- nómicos o de poder de unos pocos; catástrofes, a menudo consecuencia de la depredación ecológica de nuestra especie; hambrunas, fruto de injusticias y rapiñas de oligarcas insaciables; perseguidos por dictadores de todo tipo –borrachos de egolatrías y títeres de la plutocracia—, o son victimas de corrupciones, estructuras y burocracias que se expanden cual monstruosos virus.

Los inmigrantes y desplazados, quienes buscan asilo o refugio o —«simplemente»— poder sobrevivir ellos y sus familias, si son pobres no son bienvenidos en «nuestra» casa. Por más que tengamos que utilizarlos para que atiendan nuestro servicio, cubran los trabajos que nosotros no queremos, ayuden a mantener las estructuras sociales que crea el sistema capitalista —«homicida» en palabras del papa Francisco—, o sean la única salida que puede amortiguar la trágica catástro- fe demográfica a la que nos aboca nuestra «cultura».

Todos los Mauthausen y gulags juntos no han causado, ni de lejos, tantas muertes inocentes como las que el «sistema» viene provocando… y nosotros toleramos con nuestros miedos, ignorancias o indiferencia. Una sola ya tendría que ser suficiente para que alzáramos nuestra voz. Sólo el conocimiento lo más objetivo posible del fenómeno migratorio y su papel en el devenir histórico que nos ha llevado —a unos y a otros— a ser lo que somos y estar donde estamos3, y/o el haber tenido la oportunidad de mirar a los ojos a alguno de ellos, con una mirada «humana» y mientras te cuenta su historia, puede «vacunarnos» contra odios, miedos y pre- juicios que esconden otras vergüenzas. Y sólo así podremos reiniciar juntos otras andaduras… y andarlas, paso a paso y al ritmo que cada cual pueda según sus fuerzas (pero no menos), sin temor a «mancharnos los pies con el barro del camino, si queremos llegar a un mejor sitio», como diría Tagore.

A estas alturas, mantener tal cual la Ley de Extranjería y su demencial Reglamento, los CIEs y las vallas con sus concertinas, los presupuestos gastados en «comprar» voluntades de gobiernos corruptos que nos hagan el trabajo sucio o en mantener guardias fronterizos pensando que se le pueden poner puertas al mar y a la desesperación, es de necios o de hipócritas vendidos. Creer que toda la ciudadanía puede ser permanentemente engañada, por más medios de comunicación que se controlen, es desconocer la realidad y una ofensa a la inteligencia humana de trágicas consecuencias. Pensar que por la fuerza de la represión y/o de la burocracia se puede sojuzgar permanentemente a los pueblos, deslegitima la autoridad. Esperar que sean siempre los otros quienes tengan que arreglar las cosas, mientras yo disfruto «de lo que es mio» o «me re- signo a lo que mi suerte o Dios me ha dado», es de un egoísmo o de una ceguera alienante que socava mi dignidad humana y la base de mis derechos ciudadanos…

Sí, también a pesar de la pandemia, del precio que se nos está haciendo pagar por ella y de los reiterados e incoherentes discursos de los políticos, estamos «dejando mucha gente atrás», atrapados en marañas burocráticas que ahogan la mejor de las voluntades, aún las que son sinceras, y pierden su razón de ser cuando utilizan a las personas para sostenerse en lugar de estar a su servicio: Sólo el 1% de los solicitantes comenzaron a percibir su tan necesaria como cacareada renta mínima vital. Ni aún en la situación excepcional de alarma y siéndonos absolutamente necesarios como reiteradamente han estado solicitando las organizaciones agrarias, el gobierno se ha atrevido a dar permisos —siquiera temporales— de trabajo y residencia a los miles de personas que —nosotros— condenamos a ser «ilegales» durante años, facilitando así su explotación, impulsando el negocio de las mafias y sembrando semillas de una potencial conflictividad social que acabará estallando en nuestras narices (¡!)…

Claro que la Historia nos enseña que ésta, globalmen- te, siempre avanza en positivo; por más rodeos que va- ya dando, a costa incluso de graves retrocesos o de los irrecuperables despojos que deja en el camino, el mun- do va siendo mejor. Y los creyentes, además, sabemos que siempre tendremos razones para mantener la Es- peranza… El problema es que esto no debería descar- garnos de nuestras responsabilidades concretas: es en cada generación donde el hombre sueña, sufre, vive… y muere. Y a cada generación es a quien le compete y necesita resolver sus problemas. O, al menos, no crear- los mayores.

Claro que la Historia nos enseña que ésta, globalmente, siempre avanza en positivo; por más rodeos que vaya dando, a costa incluso de graves retrocesos o de los irrecuperables despojos que deja en el camino, el mundo va siendo mejor. Y los creyentes, además, sabemos que siempre tendremos razones para mantener la Esperanza… El problema es que esto no debería descargarnos de nuestras responsabilidades concretas: es en cada generación donde el hombre sueña, sufre, vive…y muere. Y a cada generación es a quien le compete y necesita resolver sus problemas. O, al menos, no crearlos mayores.